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miércoles, diciembre 14, 2005

ENVIDIA

(Relato)

David estaba obsesionado con el amor.

Como un rinoceronte ciego, David embestía al amor, su obsesión, la única.

En dos ocasiones trepó a través del amor hasta la pasión. Ella, la pasión, le hizo llorar de alegría, reírse con dolores extremos, anularse como hombre, como ser humano, dejar de pensar, dejar de pensar… ser feliz. Cuando despertó, prisionero del tedio, no lo hizo volteándose con lentitud sobre ninguna pendiente; se desplomó desde un acantilado sin gaviotas repleto de drogas. Algunas no conseguían emborronar sus ideas pero al menos le impedían ordenarlas.

Viajaba con otras hacia el alcantarillado de sí mismo, con todo su pasado en las maletas partiéndole los dedos del peso insoportable. Allí fallecía y reencarnábase casi aún tiempo, bebiendo, tragando, fumando y esnifando, hasta alzarse sobre el sexo reiterado, súbitamente atractivo, en una monotonía que dejaba de serlo hasta el orgasmo.
Decenas de mujeres sin sombras ni surcos de pisadas, que no conseguían llenar con su desnudez su propio espacio, vertían llantos entre sábanas de pieles mientras él, a varios grados bajo cero, envuelto en el presente, ahorcado de pies y manos, enmudecía para no mentir. Regresaba tras ellas, fatalmente enamoradas, ignorantes de que el regreso sexual del hombre hacia la mujer no es un nuevo inicio, sino un débil y fracasado retorno a las primeras sensaciones.

Uno tras otro, innumerables fines de semana, arrastraba con las muletas del alcohol su boca para encontrar unos labios en los que volver a expirar acompañado.

No pensaba mas que en el amor desde hacía años, y ya tenía 28. Nada le satisfacía. Pensaba que la familia era un ramillete de gente desconocida que te obligaban a conocer sin preguntarte si deseabas hacerlo. Que los amigos eran un banco de intercambio favores. Que el sexo era una inversión demasiado costosa para solo unos minutos de placer, que luego te pasaban factura y en ocasiones hasta tenían efectos secundarios. Que el dinero solo servía para comprar las drogas que le hacían olvidar todo lo anterior.
Por que se drogaba mucho. Mucho y muy a menudo. Hasta que un día se percató de que cada vez que caía rendido sobre su colchón vencido por los estupefacientes, soñaba siempre con la misma mujer. Una mujer a la que puso nombre: Ausencia. Una mujer que se deslizaba en sus sueños cada noche acariciándole el alma mientras desterraba su soledad.

Como solo podía verla con los párpados caídos, fue sustituyendo las drogas ilegales por las legales y se hizo socio de los tranquilizantes primero, de los somníferos después.
Yo intenté abrirle lo los ojos diciéndole que la vida es un bello jardín por el que aunque se arrastran los gusanos no es necesario buscarlos, sino disfrutar de las flores. Que el amor de las películas es un cortometraje que da paso a una sinfonía de tolerancia. Que el dinero no da la felicidad pero te hace más libre.
Él, no solo ignoraba mis palabras sino que día tras día alargaba sus sueños narcotizándose sin cesar hasta llegar a dormir casi veinte horas. Era feliz con Ausencia y por lo tanto quería estar el máximo tiempo posible con ella. Hasta que un día las drogas le enviaron el importe de tanta felicidad y cayó en coma.

Fui a verlo al hospital. Esperaba encontrarme un despojo humano, un cuerpo inerte custodiado por un rostro amortajado de dolor o indiferencia. Pero mi sorpresa fue mayúscula cuando observé que su sonrisa iluminaba la habitación.
Estaba soñando. Soñando con Ausencia. Y su sueño iba a ser eterno. Por fin había conseguido su deseo. Un deseo colmado de placer que desbarataba todas mis teorías sobre el amor.

Y regresé al día siguiente, y al otro, y así durante casi un mes.
Su sonrisa, su maldita sonrisa, ahorcaba mi paz y fustigaba mi conformismo. Se reía de mí, sin duda. De mi posición social, de mi dinero, de las mujeres que pasaban por mi cama. De todo lo que no me saciaba.

Así que un buen día, no pude soportarlo más y corté los tubos que lo ataban a la vida.



Entre rejas tuve tiempo de replantearme mi existencia, de sacar conclusiones. David tenía razón, nada tiene sentido sin amor, sin poder compartir, sin unir dos soledades hasta convertirlas en una compañía. Vivir no es adaptarse a la renuncia. Dejaría de ser una fotografía atrapada por el viento entre bares, casas y hombres. Por ello decidí que cuando saliese de la cárcel buscaría el amor verdadero, ese que te hace ver la oscuridad iluminada por una llama de delirio. Ese que te arrebata, que te sacia, que te mece entre dos labios de ternura.



David estaba esperándome en la puerta de la prisión cuando salí. Me sorprendió muchísimo, la verdad. Aunque sabía que mi intento de matarlo no solo se había frustrado, sino que gracias a él pudo seguir viviendo sin respiración artificial para días más tarde recuperar la conciencia, no esperaba verlo jamás.
Pero no solo me saludó efusivamente, sino que me agradeció mi intento de practicarle la eutanasia para que dejase de sufrir.
Se ofreció para cualquier cosa que necesitase. Ahora tenía mucho dinero y una excelente posición social ya que se había casado por interés económico con una mujer cuyo padre tenía varias empresas importantes. Me dijo que yo tenía razón, que el amor es un espejismo que solo ven los inmaduros. Que los que se refugian en él son los incapaces, los mediocres sin arrojo para asumir que la felicidad la da el tener más que los demás. Que la vida es un juego en el que tiene que haber ganadores y vencidos para que tenga interés.



Así que aquí estoy, en este hotel de tránsito con la cartera y las esperanzas llenas. Dispuesto a tomar un avión que me lleve a Venezuela para poder invertir y hacerme rico. Es posible que el dinero no cubra de una forma resolutiva ese vacío que se aloja intermitentemente en nuestra soledad, pero produce una satisfacción difícil de alcanzar de cualquier otro modo. Somos tan débiles, tan inseguros, tan dependientes, que solo rozamos la satisfacción absoluta cuando hay quienes pueden envidiarla.

Es improbable encontrar a una persona que sin haber sido ensartada por el amor con la suerte de su presencia, lo tome por finalidad. Y así en la amistad, en la paz interior y en infinidad de cosas. Pero el dinero…¿quién no ha deseado el dinero? ¿Quién ha renunciado a conseguirlo?: los consecuentes con sus limitaciones o los cobardes.

La riqueza ajena duele tanto como placer produce el conocimiento de este dolor en el agraciado por la fortuna. Algunos millonarios, si no fuesen esclavos de la envidia, alimento del cual no pueden prescindir, quizás estarían retirados en cualquier casa de campo con un huerto y dos perros. Pero hay la misma oferta que demanda y la gente necesita a alguien a quien envidiar tanto como a un dios que les lama las heridas.
Los creadores se apoyan en los observadores y viceversa, para formar un círculo viviente en donde unos disfrutan siendo perros y otros, a través de los años, se vuelven más consecuentes con su condición de pulgas.

Sin envidia, nuestro desarrollo intelectual sería prácticamente nulo. Los generosos, pequeños y mezquinos actos del individuo, las evoluciones e involuciones de la humanidad, han tenido como origen la envidia. Y quien camufle esta franca realidad con sinónimos como “afán de superación”, “envidia sana”, “hacerse así mismo” u otras frases hechas, es el rey de los embusteros, el emperador de los cretinos o el zar de los ignorantes. Yo he sido, en mi relación con David, un profesional de este sentimiento. Las abundantes sobras de la exigua envidia que malgastaba con el resto, se almacenaban plácidamente para abatirse sobre mi amigo. A nadie se envidia tanto como a un doble que con las mismas posibilidades que tú consigue lo inalcanzable para ti. Siempre hay un perdedor aunque los dos venzan.

Como buen profesional, llegué a envidiarle hasta en la desgracia. Cuando era derrotado tenía el encanto de los antihéroes, la magia que rodea a todos idealistas. En esos momentos era una víctima que se negaba a capitular guardando sus lágrimas para los otros, casi bondadosamente, con indiferencia. En mi interior insultaba su bondad por envidia del bienestar que le producía, sabiendo que yo, si hubiese actuado de igual forma, sería incapaz de recibir esa sensación.
Y en cuanto a la indiferencia, jamás podré perdonarle el no reparar en que esa es la anfetamina de los envidiosos.

Estos razonamientos son los que han estado atormentando mi conciencia hasta hacer inútil cualquier demora de la verdad. Ha surgido lentamente, sin provocar daños, asumiendo irremisiblemente mi condena; transformando la admiración hacia mi amigo en desprecio, el amor en odio. La envidia engendra más odio que incluso la venganza; es un desquita contra uno mismo por no haber sabido destruirse a tiempo.

Me hago responsable de haber llegado a convertirme en lo que soy. O quien sabe, quizás siempre lo fui y no tuve oportunidad o valor parar asumirlo. Sé que ser así solo me conduce hacia la soledad. No importa, la asumo aunque sea mi verdugo. ¿No estamos todos solos, en soledad con nuestras propias mentiras y falsas justificaciones, sin poder compartirlas?


Me iré, pero antes necesito un último gesto para respirar: matar a David.