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jueves, marzo 09, 2006

ODIAR; UN BOOMERANG.


Si el odio no se traduce en venganza, es un martirio constante para el que odia. El tiempo que podría estar dedicando al placer, a amar, a divertirse, a reír, se pierde en aborrecer a alguien. Se es esclavo de la persona odiada; ella es la dueña de los pensamientos del que odia.

Odiar supone un esfuerzo que se retroalimenta con la imposibilidad de satisfacerlo, un desgaste sin compensaciones.
El odio, junto con el dolor, son los dos sentimientos más intensos; incluso más que el amor. Los dos te hacen sentir vivo, pero así como el segundo te acerca a la lucidez, el primero te sume en la ofuscación y te mantiene siempre alerta, fatigado pero sin posibilidad de descanso, tirano de ti, de tus pensamientos y reacciones.

Si la autoestima del odiado sabe el lugar que ocupa, si no depende ni del que lo odia ni del que lo ama, la sombra del que odia nunca lo alcanza. Es un espíritu libre, una sonrisa irónica, incluso satisfecha al percatarse de que despierta sentimientos tan profundos en alguien a quien desprecia, o por el que solo siente indiferencia.

Si el orgullo no fuese un sentimiento ridículo, habría que sentirse orgulloso por ser odiado. Porque cuando alguien nos odia nos pone a la misma altura que Dios. Nos hace hacedores de desgracias ajenas, de fobias incontenibles e inconclusas. Nos convertimos en pequeños o grandes demiurgos que con nuestro desdén potenciamos la desgracia de quien nos odia.