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sábado, diciembre 17, 2005

EL CHOPO

(Relato)


No soy celoso.

Al menos no tanto como la gente ha pensado siempre.


Cuando éramos novios, Marta ya me dijo que lo era y yo lo negué. Confiaba plenamente en ella, lo único que sucedía es que no confiaba en los hombres que la rodeaban. Pero cuando dejó de relacionarse con sus amigos todo cambió y mis preocupaciones cesaron.

Fue tras nuestra boda cuando comenzaron a surgir las complicaciones. Yo creía que una vez casados se olvidaría de sus amigas y yo sería el centro de su atención como ella lo era del mío. Pero no fue así; se negaba a dejar de tomarse cafés con sus amigas y compañeras de trabajo. Más de una vez la sorprendí en el bar de la esquina.

Pero ante mi insistencia y para evitar disgustos, se percató de que no necesitaba a nadie más que a mí tras varias discusiones cada vez más acaloradas en las que le dije cosas muy graves pero que en realidad no sentía. A veces me muestro un tanto irascible, pero lo bueno que tengo es que se me pasan pronto los enfados.

Así que sus amistades empezaron a venir a casa para verla en lugar de ser ella la que tuviese que salir. Era un mal menor. Hasta que un día me di cuenta de que sus amigas estaban demasiados días pululando por nuestro hogar. No me importaba que viniesen cuando yo estaba presente, aunque eso hacía que me sintiese desatendido, pero no me gustaba nada que lo hiciesen en mi ausencia. ¿Por qué lo hacían? ¿Qué se decían? ¿Hablaban de mí o, lo que es peor, de otros hombres? Por si acaso, le prohibí que volviese a verlas.

Ella se negó en un principio y a punto estuvo nuestra relación de irse al traste, pero dio la casualidad de que por esas fechas quedó embarazada de nuestro hijo Enriquito. Así que por mantener la unidad familiar y también porque ella me amaba muchísimo, como yo a ella, renunció a sus amigas.

Esos meses fueron una segunda luna de miel. Estuve siempre protegiéndola y dándole todos los caprichos que necesitaba. Los dos pensábamos solo en el niño y en nosotros, como si estuviésemos en una isla desierta con los tiburones a muchos kilómetros de distancia; y aunque su madre se entrometía demasiado en nuestras vidas, cosa de lo que Marta no se daba cuenta, pude soportar su presencia continua por la casa por el bien del futuro bebé; tengo cierta tendencia a sacrificarme por los demás.

Pero a los pocos meses de dar a luz surgieron las complicaciones. Yo quería creer que ella iba a dejar de ser el centro de atención de vecinos, panadero, verdulero y otros entrometidos que se preocupaban en exceso de su salud y de la del niño, decían, aunque en realidad sospechaba que había algo más. Y así fue, por que las atenciones que recibía las siguió recibiendo cuando ya no las necesitaba. Esas miradas huidizas entre ella y el revisor de la luz… En aquella ocasión que vi como un joven vecino le subía la compra a casa cuando solo llevaba dos bolsas… El portero con el que charlaba demasiado a menudo sin ninguna necesidad…

Los años posteriores no fueron una balsa de aceite sino cascadas continuas de gritos y peleas. Ella estaba obsesionada con que yo era muy celoso e insistía en que fuese a ver a un psicólogo. Accedí por complacerla y porque la amaba en exceso. Fue una pérdida de tiempo. Ni el primer psicólogo ni los posteriores pudieron solucionar mi problema, ya que no existía. Lo único positivo que extrajimos de tanto dinero perdido en doctores, es que Marta asumió nuestra situación y accedió a irse a vivir con el niño y conmigo a un pueblo abandonado. Un pueblo en el que yo no tendría que preocuparme de las miradas lascivas de los buitres carroñeros que querían a mi mujer por presa.

Así que dejé mi negocio, que me reportaba suculentos beneficios, a cargo de mi empleado de mayor confianza y nos marchamos a un pequeño pueblecito no muy alejado de la ciudad para que Enriquito, que por aquel entonces contaba con cinco años de edad, pudiese ir todos los días al colegio.



Aproximadamente a un kilómetro del pueblo, había un chopo a cuya sombra solía ir a meditar y a observar la naturaleza que discurría pausadamente como los colores de un atardecer. Era un chopo solitario, alejado de los otros; tal vez por eso me gustaba, porque me identificaba con él, con su tronco firme, poderoso, con sus distintas ramificaciones que albergaban tanto hojas palmeadas acariciadas por el rocío matutino, como pequeños nidos.

Era sábado, y Enriquito no tenía colegio. Estábamos jugando con una pelota de fútbol cuando yo, en una desafortunada patada, envié el balón casi a su copa en donde quedó atrapado balanceándose como si ser riese de nosotros. Comencé a tirarle piedras, pero mi puntería nunca ha sido buena, así que me decidí por subir a cogerlo. Enriquito me pidió que no lo hiciera, pues tenía mucho miedo a las alturas. Lo observé detenidamente y me dije a mí mismo que la mejor manera de quitarle sus temores era hacer que se enfrentase a ellos. Así que le pedí que subiese conmigo y ante su negativa opté por obligarlo. Lo tomé por la cintura e hice que comenzase a trepar por él. No era muy complicado, pues el árbol tenía una gran inclinación seguramente debido a que estaba justamente en la orilla de un riachuelo y sus excesivamente húmedas raíces habían hecho que todo él se encorvase hacia el agua, como si sus hojas deseasen saciar su sed.

Mi hijo comenzó a sollozar, pero me mantuve firme; la letra con sangre entra y quien bien te quiere te hará llorar, así que fui empujándole centímetro a centímetro, tapando con mis gritos sus llantos.

Después de varios minutos, cuando ya llevábamos unos cuatro metros escalados, hice que se detuviese, cosa que no resultó harto difícil pues estaba aterrorizado. Sobre unas ramas superpuestas, se hallaban los restos de una cabaña seguramente edificada por manos infantiles, que desde abajo, desde la tupida hierba primaveral, era invisible. No parecía muy resistente, pero sí lo suficiente para que pudiésemos descansar los dos. Sequé sus lágrimas con la yema de mis dedos e intenté consolarlo. Tenía los ojos llorosos, esos ojos tan parecidos a los de su madre (de hecho era lo único de su rostro que me recordaba a ella, ya que el resto de sus facciones eran semejante a las mías, cosa que me hizo dejar de sospechar que yo no era su padre cuando comenzó a crecer) que me miraban inquisitivos haciéndome sentir culpable de algo que desconocía. Esos ojos cómplices que yo espiaba en ocasiones como compartían miradas con los de Marta. Como me desterraban haciéndome sentir extranjero en mi propio hogar.

Porque entre ellos dos, madre e hijo, había algo extraño, como un mundo paralelo al que a mí se me tenía prohibido acceder. Tal vez por eso, por esa vinculación, ella ya no me consideraba el centro de su vida, sino tan solo un anexo a su amor materno filial. Eso me hacía sentirme solo, muy solo y despreciado. Pero no era culpa suya, de Marta, sino de ese niño que había venido a enturbiar nuestro amor con los lodos de su ternura engañosa. Ese niño que acaparaba sus atenciones, que le robaba parte de la pasión que por justicia a mí me correspondía. Nada volvería a ser como antes mientras una tercera persona se interpusiese entre nosotros. Solo los dos, unidos para siempre, sin distracciones de afectos superpuestos, podríamos ser felices.




Después del entierro de Enriquito en el cementerio de la ciudad, Marta sólo quiso volver al pueblo para recoger sus pertenencias. Decía que después del accidente de nuestro niño nuestra relación ya no tenía sentido ya que hasta entonces había sido él, Enriquito, el que la había sustentado. No podía creerla; precisamente era todo lo contrario. Achaqué sus palabras al dolor tan reciente que sentía y que con toda probabilidad había nublado su raciocinio. Así que quise darle una segunda oportunidad y cuando regresamos a casa la mantuve encerrada en una habitación hasta que terminé de enrejar todas las ventanas. Estaba seguro que en poco tiempo recuperaría la cordura. Hasta entonces, hasta que se diese cuenta de que nadie jamás la amaría como yo a pesar de ser ella como era, no dejaría que saliese de casa.

Pasó el tiempo y entre tristezas y melancolías se fue adaptando. Parecía asumir su situación aunque continuaba manteniéndose distante. Se refugiaba en la televisión. Demasiado tiempo, a mi juicio, y demostrando excesivo interés. Tanto que prefería ver sus programas favoritos antes que hablar conmigo. Miraba a los actores, a los presentadores, de una forma que no me gustaba nada y se aficionó a una telenovela en que los protagonistas solían aparecer de vez en cuando con el torso desnudo.

Tiré el televisor.

Después vinieron los libros. ¿Qué podían tener cuatro hojas escritas por otros que no tuviera yo? Estoy seguro que utilizaba la lectura para fantasear con otros paisajes que no eran los nuestros, los que habíamos conocido juntos, en los que habíamos desgranado nuestro amor. Y seguro que en ellos estaba con alguna persona, algún personaje ficticio o real que me sustituía en su imaginación.

Así que quemé todos los libros.

Ya nada podía acaparar su atención excepto yo. Estábamos en el buen camino.
Hasta que un día, espiando sus sueños, la oí murmurar un nombre. Un nombre desconocido o familiar, no lo sé, porque no lo pude reconocer. Entonces me di cuenta de que jamás podría ser mía, de que nunca sería el dueño de sus sueños.

La enterré al lado del chopo.




Con el otoño llegaron mis primeras inquietudes. Hasta entonces me había sentido pleno, en paz conmigo mismo, sin los miedos que me atenazaban cuando tenía que estar pendiente de mi amada, de su volubilidad a la hora de expresar su amor por mí. Pero hace unos días desperté bajo el chopo a media tarde, bañado en sudor, con los latidos de mi corazón martilleándome las sienes. Había soñado con Marta; con Marta y con otro hombre. Un sujeto sin rostro, sin identidad, que acariciaba a mi mujer mientras los dos yacían desnudos sobre la arena de una playa.

Esa noche no me atreví a dormir. Ni esa ni la siguiente.

Al tercer día, apoyado sobre el tronco gris pálido, ligeramente verdoso, cuando la aurora comenzaba a desperezarse, tras una noche repleta de angustia intentando no caer en las redes del sueño, mis párpados fueron vencidos y se rindieron al sopor. Sólo fue un instante, o al menos eso pensé. Y allí estaban de nuevo ellos, en la playa.




Al comenzar el invierno ya había conseguido controlar mis pesadillas. Es decir, seguían torturándome, pero me había adaptado a ellas y como procuraba mantenerme despierto el mayor número de horas posible el sufrimiento era menor. Eso tenía sus consecuencias, claro. Había ocasiones en las que no estaba seguro si me encontraba en un estado de vigilia o no. Incluso de vez en cuando, demasiado a menudo últimamente, sufría algún delirio en el que creía ver visiones del pasado de las que no sabía si eran ciertas o imaginadas. Todavía continúo con ellas, pero lo peor no es eso; mis peores enemigos son mis pensamientos. Estos pensamientos que se me escapan, que no puedo controlar, en los una parte de mi se regodea con Marta, en los que ella está espiándome por la rendija de cada puerta de cualquier habitación. En ocasiones la siento a mi lado, mientras como, sentada a la mesa, o paseando juntos por las calles vacías del pueblo, en silencio, tomándonos de la mano. O incluso en nuestra cama, rozando nuestros cuerpos entre suspiros y caricias familiares. Me gusta tenerla conmigo, continúo amándola y ella me sigue correspondiendo.

Pero otras veces no acude por mucho que la reclame. Y es entonces cuando sé que está con el otro, con mi otro yo, con el que pasea, con el que come, con el que se abraza en nuestro lecho. No puedo soportar esta infidelidad, esta deslealtad que me arroja al rostro sin importarle mi sufrimiento. Por que sí, sé que sabe que me está causando dolor, pero no parece afectarle. Quiere tenernos a los dos: al hombre que la posee y al hombre que sufre en su ausencia. Y eso no es posible. Ella tiene que ser solo mía, a cada instante sea yo quien sea.

Así que bajo al sótano y comienzo a hurgar entre un montón de trastos desordenados hasta encontrar lo que busco: una soga. Una soga con la que me dirijo a través de los campos hacia el chopo.

1 Comments:

Blogger pupupidu said...

Que bueno!!
Dramático pero con unos toques de humor muy buenos. Me encanta como escribes !

10:55 p. m.  

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